Nadie molesta a Tomás Cruz, concentrado en recuperar la fuerza que ha perdido estos meses. Cada gesto, cada expresión, parecen parte de un examen que él mismo se impone. Su cuerpo magro, una trenza de músculos heridos, trata de reponerse de la covid. Él pensó que se quedaba inválido. “Es que mira”, dice, “ahorita ya puedo mover la mano, ya puedo agarrar un bote. Pero antes no podía. Me quedé flojo”.
Hace sol afuera, un perro anda y desanda el camino al patio, lleno de plantas. Sentado en el sofá de la sala, Tomás, que cuenta 67 años, mira al animal. Es un hombre enjuto, fibroso, Tomás. Mueve los brazos mientas habla, nada exagerado, un entrenamiento a cámara lenta. Se ha instalado en casa de su sobrina, cerca de la ciudad de Oaxaca, mientras se recupera. ¿Ya has practicado con tus herramientas después de la covid? Tarda un par de segundos en contestar y luego dice que no. Entonces sus cejas de experto en granos de arena se juntan, agarra el brazo del sofá con sus manos, tan grandes, lomos de gato. Y dice: “Pero yo creo que sí puedo trabajar. Igual ahora que vuelva puedo empezar separando estrellas de mar, que no es tan pesado”.
Desde hace 42 años, Tomás trabaja en las ruinas de la vieja Tenochtitlan en Ciudad de México. Es el empleado más antiguo del Proyecto Templo Mayor, la fábrica de alegrías de la arqueología mexicana. Hasta que la pandemia detuvo las excavaciones en marzo, Tomás pasaba sus días realizando delicados movimientos con las manos, en ofrendas que los mexicas dedicaron a sus dioses hace más de 500 años. En un día normal, su campo de acción apunta más al mundo de las hormigas que al de los humanos: “Si es de puro limpiar en la ofrenda, en un día avanzamos 20 centímetros de diámetro, por unos dos de profundidad”.
Su vida está a la altura de cualquier relato épico. Indígena zapoteco, salió por primera vez de su pueblo, Santa Ana Yareni, en la sierra de Oaxaca, a los 18 años. Y cuando salió lo hizo casado y para no volver nunca. Al menos, no para quedarse. Se estableció en Ciudad de México. Él y su esposa compartieron durante años el suelo de un cuarto de vecindad con cuatro parientes. “Era chiquito, de dos por dos. Dormíamos en petates”, recuerda Tomás.
Construyó su casa en 100 tardes, el tiempo que le dejaba su trabajo en el Templo Mayor. El sueldo era escaso y cuando necesitaba dinero extra -para hacerle un cuarto nuevo a la casa, para que sus hijos estudiaran- se iba una temporada a Estados Unidos. Ha cruzado la frontera de mojado tres veces. Cosechó duraznos y melones, trabajó de obrero y jardinero. En su último viaje, en 1998, sus coyotes le alojaron en una casa en la frontera de Sonora con Arizona. “Estaba llenita de costales de marihuana, por lo menos había 300”, dice.
Antes de volver a México por última vez, su patrón, un vecino de San Diego, le pidió que construyera un gimnasio para su esposa. Era el año 2004. “Qué lujo la señora, ¿no?”, le digo, “un rescatador de ofrendas prehispánicas para hacer su gimnasio”. “Ándale, sí”, contesta, “también les hice una chimenea con piedra volcánica, tezontle que le decimos aquí”.
La Coyolxauhqui
Tomás es un experto rescatador de ofrendas. Tanto que él, un hombre que apenas pudo terminar la primaria, es maestro de los arqueólogos, antropólogos, biólogos y otros tantos profesionales jóvenes que llegan a trabajar al Templo Mayor. Les enseña a hacer la retícula sobre las ofrendas para luego dibujarlas, a usar el cepillo, la cucharita, la escobetilla, las espátulas, los pinceles. Hasta el agua y los hisopos de algodón. Ha trabajado en el rescate de muchas, decenas. En el centro de una de las ciudades más caóticas, ruidosas y aceleradas de América, Tomás Cruz enseña las virtudes de la lentitud.
No recuerda exactamente qué día fue, pero Tomás empezó a trabajar en el Templo Mayor en 1978. La capital se preparaba para rescatar su pasado del olvido lítico y él, un ayudante de albañil de 21 años que no tenía idea de los mexicas, de sus dioses o sus rituales, cayó allí por pura casualidad. El plan de Gobierno era recuperar el núcleo ceremonial de los mexicas, el Templo Mayor, una pirámide que había llegado a alzarse 45 metros sobre la plaza de la ciudad lacustre, luego destruido por los españoles y sus aliados. “Un primo me avisó”, dice Tomás, “trabajaba con un contratista. Y a ese contratista le tocó ir a trabajar allí al templo. Y mi primo me dijo, ‘oye, ¿quieres venir? Necesitan mucha gente ahí’, y dije que sí”.
El recuerdo más lejano de Tomás es el hallazgo del monolito de la Coyolxauhqui, la imagen de una diosa decapitada, labrada en una roca gigantesca. Un evento que marcó el inicio de las obras. La encontraron los trabajadores de la compañía de la luz en febrero de 1978, en una zanja a dos cuadras de la catedral, frente a una librería. “Nosotros fuimos los que tapamos todo con tablas y triplay”, dice, “estábamos ahí cuando empezaron a excavar y descubrir la piedra. El día que llegó [el presidente] López Portillo estaba yo ahí. También cuando llegó Jimmy Carter”.
Para entonces, Tomás laboraba más cerca del cemento que de los pinceles. “Carretilla, cargar tierra, ir a tirarla a otro lado. Un mes a pico y pala, alrededor de la piedra. Luego parece que me vieron que trabajaba bien y ya me mandaron con un arqueólogo. Y ahí ya no era pico y pala, sino cucharillas y escobetillas”.
Información vía: El País